24 ago 2009

El espejo del baño

Bueno, momento de relativa cordura y seriedad en Zapallo Mutante, puesto que el siguiente es un texto narrativo (denominado comunmente "cuento") de mi autoría que prácticamente carece de absurdo alguno. Y, guarda, que tiene moraleja...

El espejo del baño


Ricardo se estaba afeitando cuando sonó el timbre de su departamento allá por Ayacucho al tanto. Esto era sin duda algo raro, no solo por la hora (aun no salía el sol) sino también por el hecho de que hacían ya tres años desde que él había renunciado a casi todo contacto social.
“No puede ser el sodero, es muy temprano” pensó, tratando de explicar el suceso. “Doña Zoraide viajó a Formosa y no vuelve hasta dentro de dos días” recordó por su única vecina conocida.
Unas tímidas gotas de sangre se escurrían ahora por el lavabo. En el susto por la inesperada campanada, se cortó con la gillette el mentón. “Mierda.” Tal vez como una forma de divertir su mente y alejarla de ciertos pensamientos agresivos, o quizá solo por aburrimiento, Ricardo insistía en mantener su estética y buena presencia, a pesar de su exilio. No soportaba pasar por los espejos y verse dejado. Se bañaba todos los días, a veces dos y hasta tres veces, se afeitaba una vez a la semana y los sábados por la noche vestía de gala. Había pensado en ciertas ocasiones en romper todos los espejos, pero la superstición lo disuadía. Pensó también en esconderlos, y lo hizo con la mayoría, pero no pudo encontrar manera de desprender el cristal del baño. Probó taparlo con una sábana vieja, pero al encontrarlo antiestético se dio por vencido y aceptó con resignación la tortura de tener que reflejarse cada vez que tuviera que atender sus necesidades en el cuarto de baño.
Tomó un pequeño pedazo de papel higiénico y tapó con el la herida. Algo indeciso y dubitativo se dirigió a atender la llamada en la puerta. Recorrió un pasillo e ingresó en la cocina. Sobre la mesa se hallaban las bolsas de mercaderías que había ordenado el día anterior al autoservicio chino de la esquina. “Quizás sea el cadete que se olvidó algo.” Aun no había revisado las bolsas para controlar que el pedido haya sido cumplido. “Lo dudo, no creo que estos chinos abran tan temprano, y aunque lo hicieran no tendrían la consideración de cumplir sin que yo me queje.”
Pero entonces, ¿quién podría ser?

La duda ahora se había convertido en temor. ¿Lo habrían encontrado esos parientes latosos que buscaban enterrarlo y quedarse con su fortuna? O tal vez... no, imposible.
Ricardo fue alguna vez un empresario importante en el floreciente rubro de la construcción. Con un pequeño dinero que había logrado juntar en su juventud montó una empresa constructora con un colega ingeniero llamado Beto Cabrera. El se encargaba de la parte administrativa y Beto ponía la firma. Todo parecía marchar en orden, y con el tiempo lograron cierto prestigio que les consiguió un contrato con el gobierno de la provincia para la concesión de unas obras que les dejarían una jugosa suma. Pero la vida le da a uno sorpresas y fue así que cierta noche, Ricardo olvidó unos papeles importantes en su oficina que lo obligaron a volver a la misma, armado con su viejo revolver por precaución. Y el destino quiso que su prudencia dispare en la oscuridad a su colega, confundiéndolo con un maleante.
“¿Será algún peatón confundido?” se preguntaba ahora, en un intento desesperado de autoconvencerse de que todo estaba bien, que era imposible que lo hayan descubierto. Tras la “misteriosa” muerte del ingeniero Cabrera, Ricardo logró burlar las hipótesis de los detectives con ingeniosas coartadas, al menos por un tiempo. “Después de todo, fue solo un accidente” pensaba, pero sabía que no tardarían en descubrir la verdad.
Tres años ya habían pasado desde que decidió esconderse en su modesto pero cómodo departamento en Ayacucho al tanto. Su esposa hacía tiempo no vivía con el, pero Ricardo mensualmente le pasaba un dinero, puesto que sus hijos vivían con ella.
Casandra, la menor, había cumplido la semana anterior los nueve años. Él le envió por medio de su hijo mayor, Camilo, una muñeca de esas que dicen “mamá”. Hacían más de dos años desde la última vez que la vio. La extrañaba mucho, y sentía no poder verla, pero creía hacer lo correcto. Camilo pisaba los veinte. Él era el único que conocía el paradero de su padre. Solía visitarlo seguido, manteniendo una relación de estrecha amistad y confianza. Los pocos negocios (bastante discretos) que manejaba aun Ricardo los llevaba a cabo Camilo, a modo de representante, o una suerte de emisario.
Una vieja fotografía de su hijo le recordó entonces la posibilidad de que sea el entonces el misterioso visitante. Esto lo tranquilizó lo suficiente como para continuar su aventura hacia la puerta. Ya solo restaban menos de diez pasos. “¿Y si son mis últimos diez pasos?” recapacitó. Era mucha presión. La duda lo asaltaba en cuotas breves pero dolorosas. Aun cabía la posibilidad de que sean los familiares de Beto, quienes, recordaba, habían jurado encontrar al asesino de su padre.
“Pobre Beto” pensó Ricardo entre sollozos, de rodillas frente al inerte cuerpo sin vida de su colega. “Pobre de mí también, tonto, tonto, tonto Ricardo. Debería de amputarme el maldito dedo que jaló el gatillo.” Un hombre tan noble y bueno, tanta gente lo extrañará. Pero no dejaba de ser solo un accidente. El tenía una vida que llevar, y no podía mancillar el apellido. ¿Qué pensarían sus hijos? Definitivamente no podía permitir que eso saliera a la luz. Debía esconder toda evidencia que pueda llegar a incriminarlo. Casi automáticamente procedió a desbaratar toda la oficina como para que pareciera un robo. Tomo algunos papeles y objetos de valor y los llevó consigo. Incluso profanó el cadáver de su colega, golpeándolo y magullándolo para dar una idea de forcejeo. Si todo iba bien, lograría esquivar la justicia el tiempo suficiente como para planear su nueva movida.


Y ahí estaba ahora Ricardo, de pie frente a la puerta. Notó que sus piernas comenzaron a temblar. Miró por el agujero de la puerta: Nada. “¿Quién es?” preguntó. Nada.
Si había de encontrarse con algo inesperado, mejor que sea rápido. Pensó que los golpes de desgracia que nos acosan son más soportables si se los recibe sin preámbulo. Como un caballero que se enfrenta a un dragón escupe fuego, abrió la puerta de un solo golpe. Con sorpresa y desconcierto observó perplejo el pórtico vacío. No había nadie.
No pudo más que reír. Su temor y paranoia lo habían enloquecido a tal punto de sospechar de una inocente, y quizás molesta, broma nocturna. Ricardo había sido víctima de algún adolescente ebrio jugando al “ring-raje.”
Cerró la puerta tras de sí y volvió al baño. Ahí estaba otra vez el espejo, mostrándole su rostro a medio afeitar, como recordándole sus descuidos, presionando viejas llagas ya encarnadas en su memoria. Pensó Ricardo en las naderías que lo atormentaba. Pensó que quizás el hombre se preocupa por cosas pequeñas porque le resulta más fácil que hacerlo por las verdaderas complicaciones.
Se tomó su tiempo para terminar de rasurarse el rostro y luego buscó en el botiquín unas píldoras relajantes. Con un vaso de agua ayudo a pasar un comprimido y luego se sentó a hojear un álbum de fotos familiares. Pocos minutos después llamó a un taxi, que tras un comprensible retraso, hacía sonar la bocina en la calle.

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